El virus desnuda la fragilidad del contrato social
Hacen falta medidas radicales para forjar una sociedad que funcione para todo el mundo

Este editorial se publicó en el Financial Times el día 3 de abril de 2020, y se ha reproducido en esta página únicamente con fines divulgativos. El original está disponible en este enlace.
Si existe una parte buena de la pandemia del Covid-19 es que ha inyectado un sentimiento de unión en sociedades muy polarizadas. Tanto el virus como los confinamientos necesarios para combatirlo, sin embargo, también han puesto el foco en las desigualdades existentes e incluso creado algunas nuevas. Más allá de derrotar a la enfermedad, todos los países deberán afrontar pronto otra prueba: comprobar si el actual sentimiento de propósito compartido podrá dar forma a la sociedad tras la crisis. Como los líderes occidentales aprendieron de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, para pedir un sacrificio colectivo debes poder ofrecer un contrato social que beneficie a todo el mundo.
La crisis actual está dejando al desnudo hasta qué punto muchas sociedades ricas quedan lejos de este ideal. Del mismo modo en que el esfuerzo para contener la pandemia ha dejado expuesta la escasa preparación de los sistemas sanitarios para desafíos de esta índole, la fragilidad de la economía de muchos países ha quedado al descubierto; muchos Gobiernos sufren hoy para evitar quiebras en cadena y hacer frente al desempleo masivo. A pesar de las llamadas inspiradoras a la movilización nacional, no queda nada claro que estemos todos juntos en esto.
Los confinamientos económicos están imponiendo los mayores costes a aquellos que previamente ya sufrían más. De un día para otro, millones de puestos de trabajo se han perdido en sectores como la hostelería, el entretenimiento y sus industrias asociadas, mientras los empleados mejor pagados, dedicados a la economía del conocimiento, apenas sufren el fastidio de tener que trabajar desde casa. Peor aún, aquellos con trabajos de salarios bajos que aún pueden trabajar suelen estar arriesgando sus vidas —como cuidadores y trabajadores sanitarios, pero también como reponedores de supermercado, repartidores y empleados de la limpieza.
Los paquetes de medidas extraordinarios de los Gobiernos para apoyar la economía, aunque necesarios, en algunos casos empeorarán las cosas. Los países que han permitido que su mercado laboral fuese irregular y precario se encuentran con que canalizar la ayuda financiera hacia este tipo de trabajadores es particularmente difícil. Mientras tanto, la relajación monetaria de los bancos centrales ayudará particularmente a los más ricos en activos. Detrás de todo, los infrafinanciados servicios públicos están desmoronándose bajo la pesada carga de las políticas de crisis.

La forma en la que luchamos contra el virus beneficia a unos en detrimento de otros. Las víctimas del Covid-19 son principalmente los mayores, pero las mayores víctimas del confinamiento son los jóvenes activos, a quien se les pide que suspendan su educación y renuncien a unos ingresos preciosos para ellos. Los sacrificios son inevitables, pero cada sociedad debe demostrar cómo va a compensar a aquellos que se llevan la peor parte en los esfuerzos nacionales.
Será necesario poner sobre la mesa reformas radicales que den marcha atrás en la dirección de las políticas predominantes en las últimas cuatro décadas. Los gobiernos deberán aceptar un rol más activo en la economía; deben empezar a considerar los servicios públicos como inversiones y no como deudas, y buscar formas para que los mercados laborales sean menos inseguros. La redistribución estará de nuevo en la agenda: los privilegios de los mayores y los ricos se deberán poner en entredicho. Políticas hasta ahora consideradas excéntricas, como la renta básica y los impuestos a las grandes fortunas, deberán incluirse en la mezcla.
Las medidas que los gobiernos están aplicando durante el confinamiento para sostener los negocios y los ingresos de los trabajadores, que hasta hace poco se consideraban auténticos tabúes, se comparan hoy con los esfuerzos de guerra que Occidente no había experimentado desde hace siete décadas. Y la analogía aún va más allá.
Los líderes que ganaron la guerra no esperaron a la victoria para planificar lo que llegaría después. Ya en 1941, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill emitieron la Carta del Atlántico, estableciendo el rumbo que llevaría a la Declaración de las Naciones Unidas. En 1942, el Reino Unido publicó el Informe Beveridge, un compromiso con un Estado del Bienestar universal. En 1944, la conferencia de Bretton Woods forjó la arquitectura financiera de posguerra. Ese tipo de visión de futuro vuelve a ser necesaria. Más allá de la guerra por la salud pública, los verdaderos líderes se mobilizarán hoy para ganar la paz en el futuro.